La pipa de don Alex



Con excepción de una lámpara colgante en el centro de la sala, todas las luces de nuestra casa estaban apagadas, siendo apenas las once de la noche de aquel 24 de diciembre de 1991. Sobre aquel viejo comedor quedaron sólo los platos y cubiertos utilizados en la cena; un pollo rostizado que mi madre habría comprado apenas pasadas las cinco de la tarde y que recalentado unas horas después, resultó ser el plato fuerte en la cena de Navidad. Parecía a simple vista un manjar común y corriente para tan especial fecha, pero al fin un manjar. Aprecié mucho que esa noche ella decidiera reunirnos en una significativa cena para cuatro. A decir verdad, ella no acostumbraba reunirnos, ni en Navidad, ni en Año Nuevo, por eso aquel pollo más común que corriente se hizo tan especial. En fin, nadie podría decir algo de saber que en el siglo XII, el pollo rostizado a las brasas, se consideraba un guiso exclusivo; platillo favorito del rey Ricardo Corazón de León en aquella Francia remota.

Después de una divertida plática, como pocas en las que uno tiene la oportunidad de conversar en familia, mis padres dormían ya avanzada la noche, mientras mi hermano y yo permanecíamos impacientes y desesperados dando vueltas en la sala, bajo la única luz encendida de la casa. Estábamos acostumbrados a salir y deambular por el pueblo durante esas festividades; habituados a pasarla bien sea en casa de otros amigos o de algún familiar que nos invitaba. Esa anhelada invitación llegó de pronto con el insistente claxon de un vehículo que se había detenido en nuestra puerta y al volante, Toño, un buen amigo.

–Suban, ¡ahorita les comento!– dijo apresurado pues el conductor del coche de atrás lo presionaba ya con el ronroneo de su motor. Así que sin más, cerramos sigilosamente la puerta de la casa para no despertar a nadie, abordando aquel Datsun blanco, Modelo 1978 con lo cual dio comienzo la misión llamada: “Cena de Navidad en Teacalco para hacer “paro” a un amigo”.

–Es que…hoy me invitaron mis suegros a la cena, y me cae que me da pena, imagínense yo solito y toda la familia de mi novia… ustedes son buenos para la platicada–dijo nuestro amigo, continuando en tono suplicante: –acompañenme por favor, órale, al fin y al cabo ustedes conocen bien a doña Lupe y don Alex–los papás de la novia. 

No podíamos declinar el llamado de auxilio de un buen amigo charolastra, era la vieja ordenanza que todos los grupos de amigos tienen: “todos para uno y uno para todos” o lo que es lo mismo “nos tocó hacer el paro”. Además, qué podría salir mal en una noche tan brillante y esplendorosa a pocos minutos de recibir la Navidad. Pues bien, nos fuimos.

Pasamos por “La Glorieta” en las afueras de Amacuzac y nos seguimos rumbo a Taxco. Al pasar por la colonia Ojo de Agua, observé aquella gran casa que en los 70 había sido el restaurante “Real Minas”, vinieron recuerdos de mi infancia entre artesanías, muebles coloniales y comida típica. Ahí nos llevó mi padre a festejar el día en que compró de agencia, esa camioneta tipo Guayín (o Way In), con la que nos llevó a conocer casi toda la República Mexicana.

Después de algunas pronunciadas curvas y una gran recta, llegamos al místico Huajintlán, con apacibles y reducidas calles encaramadas en el Cerro de los Chivos y en la parte baja su antigua Iglesia de San Miguel Arcángel. La música y la algarabía de la gente indicaba que ya faltaba poco para escuchar los acostumbrados cuetes y balazos. Maracas, río, música de viento y tradición.

–Recuerdas hermano, que una vez mi papá nos trajo ahí, por donde está un canal, que pasa al pie del cerro, donde pasaban los palitos de las maracas flotando…– dije sin terminar la idea, pues mi hermano se adelantó:

–Sí, te dije el otro día… se llamaba don Felipe, era amigo de mi papá– 

–¡Ándale!, don Felipe Obispo…ah cómo le gustaba la política.

Apenas cruzamos el puente sobre el río Amacuzac, el bólido mi amigo parecía planear en el peralte de cada curva de aquel sinuoso camino, impaciente por llegar cual Drácula por su Mina, tan pronto como fuera posible que apenas si pude leer: “Zoofari, un zoológico con imaginación”; ya estamos casi por llegar a Teacalco y sólo quedan unas cuantas vueltas para preparar qué decir en una la plática providencial–pensé.

Teacalco (Tetl-Piedra, acalli-canoa, co-lugar que significa “en la canoa de piedra”) tiene una iglesia con dos singulares torres, de acabado rústico, que parecen mirar sigilosamente al cerro de los Ajonjolines y frente a la entrada principal una amplia calle que también puede considerarse una explanada, con una leve, pero considerable pendiente la cual conecta a la carretera federal. Casi frente a la entrada principal está la casa de doña Lupe y más arriba donde comienza la pendiente se encontraba estacionada, con dos grandes piedras en las llantas, el camión pipa de gas de don Alex.

–¡Ay! a qué horas llegan muchachos, ya van a dar las doce– Dijo doña Lupe en tono tan cordial, que más que un reclamo pareció una gran bienvenida.

–¡Es que fuimos a levantar y convencer a Toño, para que viniera! - Dijo en broma mi hermano - y luego preguntó–¿Dónde está don Alex? 

–¡No, pues ya hasta se durmió! – Dijo la novia de mi amigo, mientras nos repartía en jarritos de barro un poco del Ponche que habían preparado.

¡Ah, calientito! Lo recuerdo con mucho agrado, gracias a ese ponche la salida, sin permiso, ya había valido la pena. 

Mi amigo había estacionado el carrito en forma paralela a la fachada de la la casa con el frente hacia la carretera, listo para cuando fuese necesario partir. Sin saber lo que ocurriría después, mi hermano se sentó al volante y comenzó a jugar probando el cambio de velocidades y en neutral movió el carro un poco hacia adelante; como las llantas estaban giradas, también se hizo un poco a la izquierda. Prendió el estéreo para que hubiera un poco de música y se quedó sentado un momento.

–¿Qué tal esta rola? – Cerró los ojos.

De pronto me quedé mirando la quietud de aquel camión nuevo. Pareció que se movía un poco y de inmediato dije:

–¿No les parece que la pipa se está moviendo?

–¡Sí, se está moviendo!– gritó doña Lupe asustada, –¡uy va a saltar la piedras!

En instantes la pipa se balanceó y comenzó a hacer a un lado las grandes piedras que la detenían y sin más con toda inercia se dejó venir. Doña Lupe quiso resguardarnos a todos dentro de la casa, pero yo preocupado por mi hermano, quien aún permanecía en el auto, gritaba sin parar: –¡Cuídado la pipa! – fue la única frase que pude decir hasta que aquel tremendo monstruo sin control arremetió con toda su fuerza al carrito de mi amigo en la parte trasera, pero como estaba ligeramente virado hacia la izquierda la pipa lo hizo un lado, como si fuese de papel. Casi en cámara lenta recuerdo haber visto que mi hermano, escuchando los gritos, había escapado del coche y corría hacia la mitad de la calle, sentí que mi corazón volvía a su lugar, pero el estruendo de aquel impacto me dejó petrificado a sólo unos centímetros de aquel enorme vehículo. Haciendo candado al cuello mi amigo, me salvó la vida, haciéndome retroceder al interior de la casa.

En cuestión de milésimas de segundo habían pasado ante mis ojos un par y medio de toneladas con brutal suma de fuerzas para después cruzar la carretera e impactarse en el castillo de una barda que estaba en construcción. La parte trasera del remolque quedó obstruyendo uno de los carriles en forma perpendicular. 

Aún no sé, cómo de un solo brinco mi hermano había trepado la barda de la iglesia y me decía: “¡súbete que va a explotar!”. Con aquel miedo comencé a escalar como pude, pero me detuve al escuchar la voz de don Alex, quien había salido muy asustado y dijo: –¡Tranquilos, la pipa está vacía! – y nos bajamos ya entonces “muy gallitos”.

Eran los primeros minutos del día 25 de diciembre y a la distancia se escuchaba una de las clásicas: “Yo no olvido al año viejo, porque me ha dejado cosas muy buenas…” (El año Viejo de Tony Camargo), una descarga de balas por aquí, otra por allá y otra por acullá, cuetes y más cuetes. Paulatinamente fueron apareciendo por todos lados los trasnochadores habitantes de Teacalco que interrumpieron su festejo para ir a ver qué había sucedido y quienes pueden dar fe de lo que digo. 

La pipa rápidamente fue rodeada por propios y ajenos. Don Alex, su esposa y sus dos hijas que estaban consternadas, se abrazaron y hasta la fecha es difícil describir la cara compungida de mi amigo ante la situación, pues no había palabra que sirviera de algo y ya pensábamos en que teníamos que decir para informar, sobre todo lo sucedido a don Max, su padre.

–No le pasó casi nada, Toño– Intenté decir algo que animara a nuestro amigo, pero era más que evidente que la cajuela del carrito estaba destrozada y que aunque se tuviese mucha imaginación aquello no tenía arreglo inmediato.

Don Alex, no entendía cómo a aquel vehículo nuevo se le habían botado las válvulas de los frenos. Las dos hijas lloraban desconsoladas, doña Lupe las abrazaba. El yerno de don Alex, grababa video con una de aquellas monumentales cámaras portátiles de video que se montaban en el hombro, con el fin de dar evidencias a la aseguradora. Mi hermano y yo sólo nos limitamos a acompañar al amigo del alma, de un lado a otro, para donde quiera que se moviera. 

Después de un rato de tanto dar vueltas y escuchar comentarios, mi hermano intentó cerrar la cajuela del coche y alguien nos pasó de inmediato, aún no sé de dónde, un trozo de alambre (en México, siempre hay a la mano un alambre milagroso para reparar algo), con el cual logramos cerrar de alguna manera la deforme cajuela. Nervioso, nuevamente intenté decir algo que ayudara a mi amigo – “ya ves, no le pasó mucho” – al escucharme don Alex–dijo en tono irónico: –¡sí, ya nomás le echamos tantita pintura blanca y listo! – con la cara bonachona que lo distinguía. Todos echamos a reír y ese fue el parteaguas que permitió relajar aquella triste situación. 

–Lo bueno es que todos están bien– Dijo don Alex y abrazó al que sería su nuevo Yerno. – No te preocupes Toño, ya mañana veremos cómo lo arreglamos.

Regresamos, sí regresamos, tan lento, pero tan rápido que no me acordé ni del místico Huajintlán, ni del Real de Minas y mucho menos de La Glorieta de Amacuzac. En el camino habíamos prometido “hacer paro” a la hora de hablar con don Max, pero… 

–¡Ay chinga, lo bueno que estás bien! ¡Ya ves lo que pasa, cabrón! ¿dónde está el carro? – dijo don Max, tras ser despertado de súbito a las cuatro de la madrugada.

Tardó unos instantes en salir a la salita desde donde lo escuchábamos. Una vez en calma, don Max, nos pidió que nos fuésemos a casa y como todo buen padre, ya sereno, dijo: No te preocupes hijo, ya veremos mañana como arreglamos esto.

Caminamos la calle principal del pueblo callados y patidifusos como zombies, escuchando el barullo de los festejos familiares de puerta en puerta, de casa en casa. El Mariachi Loco, El Año Viejo otra vez, La Chona, –que estaba de moda– una que no identifique de los Tigres del Norte, otra que nomás se escuchaba el bajo –de las de Chente Fernández– y muchas rolas más de la Sonora Dinamita y los Ángeles Azules. Llegamos a casa, con la pisada silenciosa de los gatos y nos acostamos. Mis padres nunca jamas supieron lo que había sucedido aquella noche.

Han pasado más de 30 años desde aquel incidente y ahora el del bólido, no sólo es mi amigo, sino mi compadre y como muchos suelen decir, un tercer hermano. Rosy como llamamos a mi comadre, dejó de ser la novia y es ahora la esposa de mi amigo, por cierto una gran amiga de mi esposa. Por años nunca ha faltado, sea planeada u ocasional, una reunión para convivir. En repetidas ocasiones, sobre todo en las fiestas familiares escuché cantar a don Alex, quien tenía una buena voz y con mariachi en el Karaoke se pintaba solo. Su partida dejó un gran hueco en la familia. No una, sino muchas veces he tenido el honor de compartir la mesa tanto con la familia del novio como de la novia, en amenas y ocurrentes charlas en las que no puede faltar, casi ineludiblemente, la anécdota de aquella fatídica noche en la que dos toneladas de furia sin control pasaron frente a nuestros ojos, recordándonos la fragilidad de nuestra propia vida. 


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