El quiebraplato


Por el maestro Miguel Salinas Alanís. 1924. http://humanistas.org.mx/Salinas.htm

A mi hija Alicia



















La contemplación amorosa y devota de las maravillas del suelo nos deja alguna vez impresiones encantadoras y gratas, que conservamos con cariño durante nuestra vida. Así conservo lo que me produjeron las campiñas morelenses, al mirarlas por primera vez, hacía el fin del otoño, cuando están cubiertas con extraordinaria profusión por las flores azules, fragantes y lindas, de esa planta que llaman todos manto de la virgen y que en Morelos llaman todos quiebraplato.


Recuerdo que la vi, cuando era niño, en el patio de alguna casa, plantada en humilde tiesto y trepando por un muro, una columna o un arco. Entonces no me cautivó , no atrajo mi atención; pero más tarde, cuando miré sus flores cubriendo extensiones de leguas y leguas; cuando observé la elegancia con que yerguen su pétalo, la gallardía con que lo muestran al sol, y la delicadeza con que lo pliegan y recogen al caer la tarde , par no volver a abrirlo jamás; al ver las miríadas de flores que cuajan las pequeñas matas, que cubren los grandes matorrales, que se tienden como cortina sobre los cercados, que se enlazan a las ramas de los arbustos y trepan hasta los árboles más altos: cuando admiré todo esto, nació en mi corazón un tierno afecto por el bello quiebraplato; lo recuerdo siempre con agrado; gozo al verlo mostrar su hermosura en los campos, y gozo al ver su forma regular y graciosa, al sentir la suavidad y tersura de su pétalo –desdoro del más exquisito terciopelo-, y al contemplar su límpida coloración azul, competidora del celeste y émula de la lumbre del zafiro.

Mi afecto creció más tarde al saber que esta humilde y linda flor, no sólo es gala de las campiñas morelenses, sino que esmalta el suelo de diferentes regiones mexicanas. La he visto después (aunque de coloración más obscura y menos bella) en las tierras que señorea el Xinantécatl y en los alrededores de Aguascalientes; la vi trepando por las ruinosas casas que forman la hacienda del Pabellón, donde Hidalgo fue privado de la investidura de generalísimo, después de la derrota sufrida en el Puente de Calderón; la contemplé en la ciudad y en la campiña de Durango; y la vi también, muy azul y fragante, fingiendo marco florido en la puerta de una casita de adobe, perdida en las inmensas y desoladas llanuras de Chihuahua.

El amor y predilección por ciertas flores es sin duda un sentimiento innato en el hombre. Así se explica la devoción y culto de los egipcios por el loto, de los israelitas por la rosa de Jericó , de los galos por el muérdago, de los griegos por el mirto y de los nipones por el crisantemo.


Con la misma profusión con que crece en Morelos la planta trepadora del quiebraplato, crece también un arbusto llamado cazahuate, cuyas albas flores son alimento deliciosos a los venados . En presencia de las ramas largas del cazahuate, ornadas de nívea floración, mezclada armoniosamente con el matiz cerúleo de las flores de la enredadera, he pensado muchas veces en los hermosos tirsos cantados por los poetas helenos. Nuestras humildes ramas , tan lindamente matizadas y floridas, no hubieran sido desdeñadas quizá por los jóvenes griegos, para ser llevadas en la mano, durante aquellas solemnes procesiones que salían de los templos marmóreos de Grecia, y regresaban a ellos, cantando himnos a las divinidades, en esas horas luminosas en que se oían a lo lejos los tumbos de Egeo y el sol doraba las cumbres sagradas del Helicón y del Himeto.



La última vez que miré una campiña ornada con miríadas de quiebraplatos, fue una mañana de octubre, mañana de singular belleza. La luz esplendorosa se difundía por tardes sin obstáculo alguno; la atmósfera, muy diáfana, dejaba ver en dilatadas lejanías, los picos azules de las sierras y las cimas blancas de los nevados; entre los cocoteros de la huerta de Treinta, se erguía el esbelto chacuaco del ingenio, coronado por su penacho de humo; entre las tupidas arboledas de la villa de San Miguel, surgía el viejo campanario; el arroyo de Tepalcapa murmuraba melodiosamente y retrataba en sus limpios cristales las plantas de sus márgenes; los naranjos de Pueblo Nuevo mostraban sus pomas color de oro y sus follaje lustroso y aromático; y el lindo quiebraplato daba su nota azul a todas las partes de aquel encantador paisaje.


¡Ojalá vuelva a verte, humilde florecita, cuando el suelo que te nutre tan amorosamente no esté afligido por el azote de la guerra; cuando los hijos de los campos que embelleces estén unidos por los lazos de concordia! ¡Plegue a Dios que vuelva yo a ver tu color azul, émulo de la lumbre de zafiro, y que admire de nuevo la elegancia con que yergues tu pétalo, la gallardía con que lo muestras al sol y la delicadeza con que lo pliegas y recoges al caer la tarde, para ya no abrirlo jamás!


(1) Salinas, Miguel, Historias y paisajes morelenses, segunda edición de la primera parte y edición póstuma de la segunda parte. México 1981. (Primera edición 1924).




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